21 ago 2012

R-evolución

   Despertó, era la hora de la batalla. Miró a su alrededor y vio caras pálidas muertas de miedo. En el ambiente se respiraba terror. Se incorporó como pudo y observó el panorama. Había personas acuclilladas por todas partes, temblando, a punto de desfallecer. Aquel iba a ser el tercer día de batalla, los cadáveres estaban algo más adelante, en el campo de batalla. Allí el olor era insoportable.

   Media hora después todos ellos estarían involucrados de nuevo en aquella masacre sin sentido en la que caerían la mayoría. ¿Y por qué? La respuesta era sencilla: órdenes. ¿Dinero? Ellos no necesitaban dinero, eran campesinos, producían lo que consumían. No era cuestión de dinero; simplemente si no lo hacían, morirían. Irrumpieron en su casa y amenazaron con matar a su mujer y sus hijos si no iba a la guerra a que lo mataran, a morir por su patria. Todos sabían que iban a morir en aquel lugar, no tenían ninguna esperanza. En las guerras no gana nadie.

   Quizá fue una ráfaga de viento, o quizá un cambio en el olor del ambiente, ojalá un golpe de razón; pero se dio cuenta de que algo allí estaba fallando. «¿Por qué estoy haciendo esto?» se preguntó a sí mismo. No lo sabía, no tenía ni idea de qué estaba haciendo allí. No entendía por qué estaba defendiendo aquello con la fuerza, ni qué defendía. Fue entonces cuando cayó en la cuenta, fue entonces cuando todo cambió. Una expresión de ira iluminó su rostro. Le habían arrebatado la hoz, pero con el martillo le bastaba. Se inclinó y cogió un gran mazo apoyado en el suelo y empezó a andar. 

   Continuó avanzando hacia su destino durante un largo rato, paseando lentamente, disfrutando el momento. Poco a poco, sin darse cuenta, le fue apareciendo una sonrisa con un toque algo tétrico en la cara. Al cabo del rato llegó allí donde se dirigía. Miró a su rey a la cara. Se dio cuenta de que varias personas le habían seguido en el camino, pero no le importó. Levantó el mazo ante la mirada atónita de todo un pueblo explotado durante años y lo descargó contra la cara del monarca. La sangre lo salpicó todo y la cabeza estalló a la vez que los vítores de todos los presentes. Se dio la vuelta y empezó a andar de nuevo hacia su puesto con la satisfacción de que había cambiado el mundo.



   «El que se siente patriota, el que cree que defiende un país, es un tarado mental. La patria es un invento. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos, y eso sí se extraña».