19 jul 2013

Sin nombre.

   Abro los ojos. Estoy subiendo unas escaleras. Cuento los peldaños. Uno, dos, tres, cuatro... Al poco tiempo pierdo la cuenta al ver una mancha de aceite en mis pantalones. Seguramente sea de la ensalada que comí a medio día, siempre me mancho comiendo. Eso no cambió nunca.

   Cierro los ojos. Me encuentro en una calle oscura, es de noche. Llueve ligeramente, estoy rodeado de una fina capa de humo. ¿Estoy fumando? Sí, estoy fumando. Hace tiempo que perdí aquella preciada costumbre de salir a la calle lloviendo y fumarme un cigarrillo, paseando con el único rumbo de mis auriculares. La gente se cruza conmigo sin siquiera mirarme, qué infelices parecen todos. Qué ingenuos, qué ignorantes. Siento aquel desprecio que solía sentir hacia la gente en general, ese desprecio que sigo sintiendo hacia la gente en general. Miro a los transeúntes con indiferencia y agacho la cabeza. Tengo la capucha empapada, una gota me baja por la frente hasta encontrarse con mi nariz, desde la que emprende un largo viaje hasta el suelo. Una larga caída. Abro los ojos y sonrío sombríamente.

   Ya estoy arriba. Camino hacia adelante y me siento cómodamente al filo de la vida, en el umbral de la muerte; sin miedo, sin dudar. No quiero seguir en este mundo, así que vuelvo a cerrar los ojos y pienso si aquella chica de la que me enamoré por primera vez con quince años se acordará aún de mí, si sabrá siquiera mi nombre todavía. ¿Enamorarse? ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué es el amor? Qué es el amor. ¿No es el amor otra cosa que la obsesión por esconder los instintos sexuales hacia una persona, aplastar nuestro yo salvaje, animal, con la razón? El amor no es otra cosa que aquello que, allá en el siglo XIX, Nietzsche hubiese denominado «negación de la vida». 

   Echo de menos aquellos tiempos en los que me interesaba todo aquello. ¿Hice bien en abandonar aquel afán de saber? No dejé de estudiar, pero sí de aprender. Caí en el más oscuro escepticismo. Dejé de creer en todo cuanto creía. ¿Qué iba a saber yo, un simple mortal, un ingenuo, un humano? No, lo cierto es que dejé de ser humano a una edad muy temprana. Odio a la gente. Odio a la guerra. Odio a la paz, forzada bajo mentiras encubiertas. Odio al propio odio. Odio a los demás. Odio a mí mismo. Probablemente si hubiese encontrado a alguien igual que yo, lo hubiera odiado sobre todas las demás personas. No quiero volver a morder el suelo. «Morder el suelo», río amargamente. Irónico comentario en semejante situación. Quizá esa ironía no la haya perdido desde entonces; siempre abrazada fuertemente a mí, desde el nacimiento.

   Siento una suave brisa en mi cara, pero me niego a abrir los ojos, me niego a volver a la realidad. Recuerdo por un momento aquel sentimiento de pesimismo visionario. Por desgracia se quedó en simple pesimismo, con los años fue cesando la brisa de cambio, apagándose la llama de la revolución en mi interior, cada vez más convencido de que la única libertad que tiene el hombre es la de morir.  El óxido se apoderó de mi corazón hace ya tiempo. Intenté abandonar el sufrimiento de no saber, dejar atrás el ansia de conocer. Intenté ser un ignorante, como cualquier peatón corriente. Eso sólo empeoró las cosas: la sombra se apoderó de mí, y desde entonces no he conseguido iluminarme. Tampoco lo he intentado. 

   La brisa ahora es más fuerte que antes. Abro los ojos. Los cierro de nuevo al ver el suelo acercándose rápidamente hacia mí y recuerdo, como último pensamiento, esa frase de aquella canción que escuchaba en mi juventud, quién sabe de qué autor: «ayer el cielo fue profundamente negro».


   «Por vuestras calles se extiende un rumor, que vuestro miedo a decir la verdad en vuestras vías ha hecho un agujero para esqueletos de la soledad».