3 dic 2013

El corazón de las tinieblas

   «Me hallé de nuevo en la ciudad sepulcral, donde me enojaba la vista de la gente que se apresuraba por las calles para birlarse dinero los unos a los otros, para devorar su infame comida, para engullir su cerveza insalubre y soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Aquella gente invadía mis pensamientos. Eran intrusos, cuyo conocimiento de la vida me resultaba una farsa irritante, porque estaba seguro de que ellos no podían saber las cosas que yo sabía. Su comportamiento, que era sencillamente el comportamiento de unos individuos corrientes que se dedicaban a sus asuntos sabiéndose totalmente seguros, me ofendía como las ultrajantes sustentaciones a insensatez ante un peligro que se es incapaz de comprender. No tenía ningún deseo en especial de dominarlos, pero me costó bastante contenerme y no reírme a carcajadas delante de sus rostros, tan llenos de estúpida importancia. 

   Me atrevería a decir que no estaba muy bien en aquella época. Vagaba por las calles, tenía algunos asuntos que resolver. Haciendo muecas amargas antes personas perfectamente respetables. Reconozco que mi conducta fue inexcusable, pero también es verdad que mi temperatura rara vez era la normal en aquellos días.»


Joseph Conrad — El corazón de las tinieblas

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